Esta historia aconteció hace muchos muchos años, cuando su servidor era apenas un puberto común y corriente.
Atrás quedaban los años en que yo asistía a una escuela de puros hombres, y jugaba a ser un caballero del zodiaco con mis amigos, en ese enorme enorme patio escolar, que años después, dejó de parecerme tan grande.
Atrás quedaban los años de pensar que las niñas tenían piojos, y jurar que jamás sería amigo de una, porque los hombres éramos infinitamente superiores.
Atrás quedaban los años de tener que forrar de verde mi cuaderno de ciencias naturales, y de amarillo el de ciencias sociales.
Atrás quedaban los felices años de mi infancia.
Todo esto quiere decir que ya estaba en secundaria.
Yo sé, parece ilógico decir que todo quedaba atrás, y me encontraba yo en un presente lleno de madurez y situaciones difíciles.
No, en realidad, viéndolo con objetividad, seguía estando en mi infancia; pero en esos momentos, yo me sentía mucho más grande e importante que los "niños" de primaria, porque ahora podía decirle a mis amigos: "Yo tengo historia universal
a segunda hora, ¿y tú?"
La secundaria es una etapa difícil, en que todos pasamos por muchos cambios, y yo estaba pasando por ellos precisamente.
Mi voz estaba cambiando (trayendo consigo los incomodísimos gallos), mi cabello estaba pasando de lacio a ondulado (un cambio muy común en mi familia), mis axilas empezaban a sudar y a oler feo (y el hombre que diga que nunca pasó por al menos un día de apestosidad antes de darse cuenta de que ya necesitaba empezar a usar desodorante, miente), y mi barba no estaba saliendo.
Y en realidad, esa sigue sin salir.
Y entonces pasó: me gustó una chava.
Esa es la señal más grande de que un niño está convirtiéndose en hombre.
Un día, llegué yo a mi escuela, y como todos los días, me senté en mi lugar a esperar a que empezara mi primera clase.
En esos entonces yo no acostumbraba llegar a dormirme a mi banca, eso empezó a pasar en prepa.
No, en realidad, en esos tiempos, yo era un ñoño. Un súper nerd.
El típico teto chaparrito y güanguito, con lentes redondos, peinado hacia atrás, y promedio envidiable; el loser que sólo se preocupa por sus calificaciones, y que jamás se atrevería a llevarla la contra al maestro.
No. Un punto menos en conducta significaba un fracaso total, y yo jamás me hubiera atrevido a hacer nada para merecerlo.
Neta, en ese entonces, yo era un tetazo. Ese "yo" me da mucho asco.
La vida y sus circunstancias se encargarían de transformarme en el joven nihilista y valemadres que soy el día de hoy, pero esa es otra historia completamente diferente.
Regresando:
La primera clase terminó, y salimos a nuestro receso (¡wow, un receso! eso es infinitamente más mejor que un "recreo", como el que les dan a los niñitos de primaria).
Saliendo del salón, yo bajé las escaleras, para llegar al lugar donde me encontraba con mis amigos después de cada clase.
Dando la vuelta en una esquina, me estrellé contra una niña.
Cuando voltée para pedirle perdón por mi descuido, me quedé sin palabras: era la niña más bonita que jamás había visto en mi vida.
De hecho, lo que me hizo darme cuenta de que mi cuerpo estaba pasando por muchos cambios, fue que ella era la ÚNICA niña bonita que había visto en mi vida.
Todas las demás tenían piojos y eran cursis y tontas; pero ella no, ella era especial.
Tenía la excusa perfecta para iniciar una conversación:
Me acababa de estrellar con ella, así que había hecho que perdiera el equilibrio; eso significaba que tenía su total y completa atención.
¿Que qué hice, preguntan ustedes?
¿Le pedí perdón, hice alguna broma acerca de mi torpeza y le pregunté su nombre?
No. En ese entonces yo era un tetazo, ¿recuerdan?
No no, sólo balbucée unas cuantas palabras, mientras miraba al piso, y me fui de ahí lo más rápido que pude.
Pero algo en mí había cambiado para siempre.
Había dado ese gran paso de la vida: había encontrado a mi "primer amor".
Durante los siguientes días, yo pasaba mis recesos buscándola en el patio, y cada vez que la encontraba, me quedaba observándola, pero siempre desde un lugar donde ella no pudiera verme.
Neta, me doy asco, no puedo creer lo malo que era con las mujeres en ese entonces.
Con el tiempo, averigüé que iba en primero de secundaria (yo iba en segundo), y que se llamaba Liz.
Pasaron varios meses, y yo seguía sin atreverme a hablarle; me había resignado a ser simplemente su admirador secreto; aunque en el fondo, tenía la esperanza de que ella también estuviera secretamente enamorada de mí, y quería pensar que ella también me observaba sin que yo me diera cuenta.
En mi mente, Liz era la niña perfecta, y si tan sólo pudiéramos hablar, ella se daría cuenta de que yo era su pareja ideal.
Pero claro, yo jamás me iba a atrever a hablarle.
Para este punto de la historia, algunos de ustedes se estarán diciendo: "pues... qué bueno y qué bonito, pero se supone que el tema de la semana es
La Ventana. ¿Dónde carajos entra una ventana en tu historia de fracaso amoroso?"
Qué perspicaces y observadores son ustedes, lectores imaginarios compartidos.
La ventana entra donde el destino quizo que entrara.
Verán:
Un día, casi a finales del año escolar, yo llegué a mi escuela muy temprano, como todo buen ñoño; pero ya estando adentro de mi salón, me di cuenta de que había olvidado llevar mi portafolio de dibujo, así que rápidamente le marqué a mi papá y le pedí que me lo llevara rápido, porque lo necesitaba para tercera hora.
Mi papá me dijo que llegaba como en 15 minutos, que lo esperara afuera de la escuela.
El problema era que las clases empezaban a las 7 de la mañana, y mi escuela cerraba las puertas a las 7:05.
Y yo le hablé a mi papá a las 6:55.
Contra todo lo que yo consideraba correcto, decidí que tenía que salirme del salón, porque el portafolio de dibujo era lo más importante del universo.
En efecto, mi papá llegó a la hora prometida, pero ya habían cerrado las puertas.
Por más que le expliqué mi situación al policía de la entrada (casi llorando, por cierto), éste no me dejó pasar, y me dijo que tenía que entrar por la recepción, y tenía que apuntarme en la lista de retardos.
Siendo la primera vez que no llegaba a tiempo, yo no tenía ni idea de lo que había que hacer, lo único que sabía, era que a los que llegaban tarde, los dejaban entrar hasta segunda hora.
Después de apuntarme en la lista de retardos, y de sentirme como la persona más idiota e irresponsable del universo; la secretaria me dijo que tenía que ir a equis salón, a hacer planas de castigo en lo que terminaba la primera hora.
Recuerdo haber entrado en ese salón sintiéndome profundamente avergonzado: estaba castigado junto al resto de irresponsables buenos para nada que tanto me desagradaban.
También recuerdo que tenía mucho frío.
Gracias a Dios, el sol estaba saliendo, y precisamente había un lugar junto a la ventana, donde un pequeño rayito se colaba, trayendo consigo luz y calor.
El lugar de la ventana.
Me senté, y una maestra gorda me dijo que tenía que llenar 3 cuartillas con la frase "no debo llegar tarde".
Minutos más tarde, la puerta del salón de volvió a abrir; y entró ella.
La niña a la que tanto amaba estaba en el mismo salón que yo; Liz también había llegado tarde.
La maestra gorda le preguntó dónde se iba a sentar, y Liz respondió: "en el lugar de junto a la ventana porque tengo frío".
Y así, Liz empezó a caminar por el salón, mientras mi mundo se movía en cámara lenta.
Se sentó justo adelante de mí, y yo sentí mariposas en el estómago.
Fue en ese momento en el que yo empecé a creer en el destino.
Pasaron alrededor de 20 minutos en total silencio; 49 personas tenían los ojos puestos en sus planas de castigo, y una tenía los ojos puestos en la niña sentada delante de él.
En eso, la maestra gorda salió del salón, diciéndo que regresaría en 5 minutos.
En cuanto se hubo ido, todos empezaron a hablar y a echar desmadre.
Yo sabía que esa era la oportunidad que tanto había deseado, y no podía desaprovecharla.
Con el corazón en la garganta, me atreví a hablar con Liz por primera vez:
"Qué hueva hacer planas, ¿no?"
Sí, esas fueron mis palabras. Yo lo sé, soy todo un Don Juan.
Los siguientes 5 minutos fueron los mejores de mi vida, me sentí más realizado que nunca.
No dijimos nada importante, y estoy seguro de que ella ni siquiera recuerda aquél día; pero esa fue la primera vez que me atreví a hablarle a alguien que me gustaba, y por más ridículo que suena, cambiaron mi vida.
Y yo jamás voy a olvidar esos 5 minutos que pasamos junto a la ventana.